Así lo relata Antonio Cruz de los Santos:
Un incendio en nuestra ciudad, en los tiempos anteriores al mandato presidencial de don Alfonso Cruz Herrera –Alcalde que dotó a La Línea de equipo extintor de incendios-, era sobre todas las calamidades, una gran tragedia que hacía temblar a los hombres mejor templados, porque los incendios solo se podían combatir a fuerza de heroísmo, del arrojo de unos pocos y de la buena voluntad de todos los que acudían a luchar a brazo partido contra las dificultades e inconvenientes propios del caso.
No se disponía de ninguna clase de equipo extintor, ni bombas de agua, ni mangueras, ni siquiera de agua en cantidad suficiente. En la sala principal de la Cruz Roja y en la del Reten Municipal, en sendas panoplias se mostraban en artística colocación –eso sí- media docenas de picos, palas, hachas y alguna que otra apolillada manguera. Y al pie, otros tantos cubos y no recuerdo si había también alguna escalera de mano, cuerdas y otros objetos utilizables en caso de incendio. Y, para usted de contar.
En las ocasiones en que las campanas de la iglesia parroquial daban la señal de alarma tocando a fuego, anunciaba al mismo tiempo la terrible lucha de unos hombres desarmados contra el dragón de fuego que el viento, el humo y los derrumbamientos hacían más espantoso.
La mayoría de las casas linenses, en especial las de los barrios aledaños, estaban construidas de madera, apoyadas unas sobre otras, formando un peligroso conglomerado que el fuego solía devorar en cadena.
En la noche del 19 de noviembre de 1923, pocos días después del golpe de Estado del General Primo de Rivera, la broncínea voz de las campanas anunciaron el incendio del Casino y casa de juegos conocido por el Kursaal, sitio en el Parque de la Victoria, frente al teatro del mismo nombre. Se trataba de un edificio en el que abundaban la madera, bambalinas y muchos adornos propicios para ser pasto de un fuego rápido, como mesas de juego, veladores, sillones, sillas plegables, graderío en el salón de sesiones, un escenario, decorados, cortinas, muebles de todas clases, etc, cuya madera reseca desapareció envuelta en llamas. Aun dura el salón exterior del casino; actualmente es la marquesina del Teatro Parque de verano.
No recuerdo si en el Kursaal vivía alguien, ni siquiera si tenía algún guardián nocturno. En las casas contiguas existían un vecindario en uno de esos patios en los que la estrechez y la incomodidad tienen su asiento. Este patio de poniente tenía ventanas pequeñas que daban directamente sobre el Kursaal.
Desde los primeros momentos de la alarma cundió el pánico entre los vecinos. El fuego introducía sus lenguas por esos ventanucos amenazando propagarse por el interior del edificio. Aquellas pobres gentes, medio enloquecidas y sin otra ley que sus propios impulsos, quisieron sacar, todos al mismo tiempo, los muebles a la calle. Las mujeres gritaban llorando y estorbando, o se desmayaban, o caían bajo los efectos fulminantes de ataques de nervios, lo que acentuaba aun más el caos. Los niños, agarrados a las faldas de sus madres, unían sus gritos y llantos a los de los demás haciendo todavía más desesperante la situación. Los hombres se estorbaban unos a otros dándose órdenes, las más de las veces contradictorias, que nadie cumplía; todo era confusión y entorpecimiento. Mientras unos transportaban agua de los pozos cercanos formando cadena de brazos, otros retiraban muebles en el loco afán de salvar del fuego todo lo posible de sus ajuares que depositaban en la plaza de Fariñas; otros atendían a los que sufrían ataques de nervio o se habían desmayados trasladándolos al puesto de la Cruz Roja. Y todo el mundo gritaba; gritaba sin que nadie escuchase a nadie, formándose un griterío tan espantoso que acobardaban a los mas valientes.
De la Cruz Roja y del Reten Municipal acudieron las primeras brigadas organizadas portando hachas, cubos, palas y demás, pero mas que nada corazones bien dispuestos a sacrificarse por amor al prójimo, que de otra forma no puede llamarse la abnegación heroica de aquellos hombres.
Distribuido el personal, algunos treparon a las techumbres de las casas colindantes desde donde, de vez en cuando, echaban el fuego la salivilla que portaban en cubos de agua. A fuerza de hachazos lograron aislar el incendio cortándole los vuelos y evitando la propagación. Hubo quienes, a falta de otros medios, empleó la arena contra las llamas, pero resultaba importante este medio ya que no había cantidad suficiente para aplastar el fuego que parecía amenazarlo todo. Las llamas daban tonos rojizos a las gentes dando la impresión de una horrible pintura dantesca. El techo de Uralita de uno de los salones del Kursaal estallaba con imponentes detonaciones que aumentaban el pánico y el peligro. En pocos instantes las llamas se extendieron por todo el local devorando cuanto encontraba a su paso. El ambigú tardó solo unos minutos en desaparecer. Los vecinos que habían puesto a buen recaudo sus maltratados enseres, apenas repuestos del pánico inicial organizaron con cubos de agua y arena un cordón de ayuda, llegando a rivalizar en valor y eficacia a los abnegados individuos de la Cruz Roja y de la Guardia Municipal, a los que se les sumaron un destacamento de soldados del Regimiento de Pavia al mando de los oficiales Pierrat y Gáugeri y el suboficial Sánchez Delgado.
El siniestro cada vez se hacia más aterrador; los medios empleados en combatirlo eran insuficientes, todo lo más servían para limitarlo. El viento reinante avivaba las llamas. Los tabiques, las mesas, las cortinas, todo el mobiliario, las ruletas, los decorados de las salas, incluso el escenario –en el que se dieron numerosas funciones artísticas- que eran de madera seca desaparecieron rápidamente devorados por las llamas. El piano, las colgaduras, los tapices, todo, absolutamente todo, desapareció en el insaciable cogollo del incendio.
Telegráficamente, por conducto de Algeciras, se comunicó la alarma al equipo de bomberos de Gibraltar que, como en todas las ocasiones anteriores, acudió dotado de magníficos elementos extintores. Los gibraltareños eficaces y disciplinados desarrollaron un previsto, y al par improvisado, plan de acción. Ordenaron en batería las bombas, enchufaron las mangas pero… ¡No había agua! ¡Un pozo, dónde hay un pozo! ¡Pronto, un pozo! Gritaban aquellos voluntariosos. Corrían de un lado para otro destapando losas, hurgando en todos los boquetes, pidiendo a voz en grito ¡Agua! Ellos tan eficientes y organizados no habían traído las cubas del agua. Y en su precipitación metieron las mangas en un pozo negro, con el natural y desagradable resultado. ¡Arena! ¡Agua! Reclamaban imperiosos, pero tampoco había arena suficiente –a pesar de que La Línea está edificada en un arenal- más que las que transportaban algunos camilleros de la Cruz Roja ayudados por paisanos. De un pozo próximo, del jardín Saccone –actual jardín municipal- lograron conseguir un chorrito insignificante de agua; ni el deposito tenia caudal ni presión.
Sin embargo, pese a la carencia de medios, gracias al esfuerzo sobrehumano de aquellos hombres y al agotamiento del combustible, el fuego decreció hasta su total extinción hacia un poco más de la media noche, y evitándose su propagación a los edificios vecinos.
En aquella ocasión las autoridades y el pueblo en general, y con ellos nuestros vecinos de allá de la frontera, pudieron apreciar sin ningún genero de equívocos, cuales eran los medios disponibles en una población de la naturaleza y envergadura de La Línea para atacar el fuego. Se puso de manifiesto velar por la seguridad de todos.
Entre las personalidades y autoridades que acudieron desde los primeros al lugar del siniestro se encontraban el sub-delegado gubernativo coronel don Guillermo Wesolowsky, el Juez, señor Infantes, el Jefe de Policía, señor Cervera con algunos miembros de la policía a sus ordenes, el Teniente de la Guardia Civil, don Enrique de Benito, don Juan Cuenca, el señor Alcalde, el Capitán Sánchez Cabeza, jefes y oficiales del Cuerpo de Carabineros, el Ayudante y el Secretario del Comandante Militar, el presidente del Somaten local con miembros de su entidad que trabajaron denodadamente en la extinción del fuego. Acudieron también de la plaza de Gibraltar, el jefe de la Policía Mr. Courage, el segundo Jefe, mr. Brown, el ingeniero de la City Council, Mr. Ruggari, y Mr. Cortés, de la Sanidad; el Jefe de la Brigada de incendios Mr. Topkings, otros jefes de la tropa inglesa y un testamento de los Irish Guards de guarnición en puertas de Tierra.
Todos –españoles y británicos- comprobaron el estado de abandono y calamidad en que se encuentra nuestra ciudad, sin apoyo oficial y tristemente condenada a replegarse a sus propios medios.
La resultante fue, aparte del incendio, ver destrozado el ajuar de los vecinos, en su mayoría compuesto de gentes modestísimas que no pudieron evitar el dolor y las escenas desgarradoras ante sus hogares destruidos.
Entre los heridos se contaron Enrique Rosas, empleado del Teatro parque que sufrió una caída desde considerable altura fracturándose el brazo; los militares ingleses A. Wamper y A. Egan, así como un paisano llamado José Martínez. Un joven, dependiente de comercio llamado Cristóbal Becerra, que desde los primeros momentos estuvo sobre el caballete de una casa arrojando agua al fuego, sufrió los efectos del calor y del humo, cayendo desvanecido al suelo, siendo recogido por don Isidro Rodríguez Cantizano.
Entre los que rivalizaron cumpliendo con su deber se contaban asimismo, don Vicente Godina que trabajó lo indecible portando muebles y atendiendo a los necesitados alojándolos en casas próximas. Los guardias civiles acordonaron el lugar del siniestro y vigilando los enseres amontonados en la plaza de Fariñas. Entre los camilleros y clases de la Cruz Roja merecen citarse por su actuación su Jefe don Miguel Ranea hasta el último de sus subordinados que rivalizaron en las tareas de extinción. En consecuencia, necesitaron asistencia facultativa el oficial Ayudante don José Hernández, el Suboficial don Francisco Guerrero y los camilleros Francisco Romero, Francisco González, Guillermo Recaño, José Beltrán, Juan Cruz, Aurelio Gil, Ángel Ramírez, Aurelio López, Antonio Oporto, Manuel Vera, José Parra y Manuel Mateo.
Pasado un poco de tiempo, nadie se acordaba del incendio del Kursaal, excepto la musa carnavalera que, como siempre, sacaba inspiración de sus desgracias para mofarse de propios y extraños, y las murgas grotescas cantaron a coro letrillas de este jaez:
No hace mucho tiempo
Se quemó el Kursaal
Y como aquí no hay bomberos
Vinieron de Gibraltar.
Llegaron los bomberos
Todos desesperaos
Solo buscando agua,
Guachi, guachi, guachi, danga
Al ir a meter la manga
La metió en un excusao.
Y gritó María Jesús.
¡Eso no es agua,
Que es fú!